"Casavella, Barcelona y el celofán"...hablando de residuos, o de reciclaje?

...en mi etapa "Reivindicación de Arquitectura"... aquí, arquitectura escrita.

De nuevo, de la mano de la periodista Anatxu Zabalbeascoa, periodista e historiadora, de su blog "Del tirador a la ciudad" (El País), un escrito de Francisco Casavella, narrador y cronista, de los buenos, de Barcelona [Extraído de “La Ciudad de Celofán I” (2001), recogido en el libroElevación, elegancia y entusiasmo. Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores].

Desde luego, Barcelona no es la gran ciudad que publicita el irredento espíritu comercial de sus habitantes más destacados, pero es mi ciudad. Si me dejan hacer el cursi diré que, a lo largo del tiempo, la he visto sucesivamente como madre, novia, esposa y temible ex esposa con la que las circunstancias económicas nos obligan a seguir compartiendo piso, vergüenza y un saludo de circunstancias en la puerta del lavabo. El amor está agotado, la posibilidad de reconciliación es muy remota, pero uno, si no es demasiado cafre, aún puede valorar alguna de sus cualidades más evidentes, aunque, eso sí, con la mayor frialdad y el peligro de que las razones objetivas se vean teñídas de repente con fieros impulsos subjetivos llenos de rencor. Las relaciones de un hombre con su ciudad son la edad que tiene, los tiempos que le ha tocado vivir y cómo le ha ido en la feria. No puedo hablar sobre Barcelona sin mencionar esas circunstancias.

Mi memoria alcanza desde la Barcelona barraquista, industrial, sucia, fea y con un doble complejo de superioridad-inferioridad de finales de los 60, hasta la especie de parque temático sin demasiadas convicciones, digamos, espirituales del 2001. En esos años, no sé muy bien qué habrá perdido y ganado la ciudad, pero yo he perdido mi juventud y ganado bien poca cosa. Pero como me pagan para que precise ese “no sé muy bien qué” y me deje de lamentos biográficos voy a intentar averiguarlo a fuerza de especulación.

Desde el punto de vista urbanístico dicen que esto es el no va más. Hasta hace poco, la distribución urbana y el componente sociológico eran de una simplicidad apabullante. Como saben, Barcelona está encajonada entre dos ríos, una cadena montañosa (si por dos cuadros de juventud de Picasso se monta un museo, cuatro colinas son, evidentemente, “una cadena montañosa”) y el mar. Los ricos viven lejos del mar y, en impecable progresión descendente, uno puede irse empobreciendo hasta habitar los insalubres barrios marítimos y vender cerillas por las esquinas donde suena el lamento del acordeón. Los habitantes de Barcelona viven, o han vivido hasta hace poco, con el peligro de la caída: mudarse cinco calles más arriba era un progreso evidente; hacer lo contrario, suponía un desprestigio: la gente gateaba pendiente arriba con las uñas clavadas en el asfalto como si fueran diez piolets para hacerse un hueco en las faldas del monte Tibidabo, algo así como la tierra prometida. Pero ya he dicho que todo eso ha cambiado. Las obras que se llevaron a cabo con el pretexto olímpico complicaron esa sencillez, y donde durante mucho tiempo se levantó un campamento de gitanos, hoy se erige la Villa Olímpica, un fino y moderno trazo en lo que era inexistente skyline. Los terrenos donde se levanta esa recreación del mundo feliz me parece que no eran de los gitanos: así que no han sido ellos quienes se han enriquecido con esa operación. Como tampoco sé por qué los hijos y sobrinas de los prohombres y los profesionales liberales han elegido pasar sus días en el antiguo barrio del Borne, un pudridero junto al antiguo mercado de abastos que se ha llenado de gente chachi piruli cual nuevo Soho. El antiguo Barrio Chino ha sido la gran operación fallida de ese ímpetu reconstructivo. La corrección política impide mencionar que se tiraron manzanas de casas (horribles), se abrieron avenidas (en ratoneras, hay que decirlo todo) y se aventó a la población canalla (que se reubicó no demasiado lejos para cometer sus fechorías y puteríos sin demasiada nostalgia), todo eso se hizo, digo, con la intención de que fuera poblado también por esos clones vestidos de pseudopastor anglicano que forman la burguesía local. La llegada masiva de inmigrantes magrebíes y asiáticos, que ocuparon esas calles y han hecho de ellas su reino, perjudicó el sueño. Esa nueva inmigración, como todas las que han sido y serán, se divide en dos tipos: la laboriosa, que pretende una vida mejor, y la no menos laboriosa, pero en otros afanes, que campa a sus anchas por las zonas turísticas en pos del bolso y la cartera. Un bofetón en medio de las Ramblas propinado por un magrebí a uno de los arquitectos clave en la transformación urbanística barcelonesa (el septuagenario prócer se fingía caballero sin espada en socorro de una dama), alertó a las autoridades sobre la nueva delincuencia. Antes, por lo visto, no se habían enterado. Como siempre, en muchos casos están pagando justos por pecadores.

Cuando yo era mozo endrino, las paredes estaban llenas de siglas. Era una verborrea alfabética de formaciones políticas que se unían, se desgajaban y pedían, mayoritariamente, libertad, amnistía y estatuto de autonomía. Lograda por el ciudadano esa triple ambición, sigue habiendo siglas por las paredes. Pero donde antes había un muro como ruina única de una antigua fábrica ahora hay un museo y la sigla permanece. MNAC, MACBA, MAM y qué sé yo cuántas cosas más. La capacidad de los catalanes para potenciar el producto, como sabrá todo aquel que haya tenido trato con los antiguos viajantes, tiene en esos museos su razón de ser. La más escueta producción artística de la ciudad y de la región a lo largo de la historia, muy lógica por otra parte en gente dedicada a hacer dinero y (según las huestes de Pujol) poco menos que a alimentar al resto del país, encuentra su fundamento en esos museos de gran empaque y más bien poco contenido. Pero no se piense en insinceridad o pirateo, sino en simple fariseísmo. Al barcelonés le puede llegar a gustar una cagarruta siempre que se la envuelvan en celofán. La histórica competencia con Madrid (que hoy es ignorancia mutua) se basa en el celofán, el “buen gusto” de antes de la guerra (civil) del que vive seiscientos kilómetros más cerca de París. Lo malo es que el nuevo y múltiple funcionariado ha elevado ese “buen gusto” de solterona en galería con visillos a una suerte de cultura oficial.

Y ya que hablamos de cultura oficial. ¿Existe algo así como una cultura real? Pues no lo sé. En los nuevos barrios marítimos antes señalados, existe un falso underground de lujo potenciado por la vistosidad plástica de jóvenes europeos que vienen a pasar temporadas imantados por la agitada vida nocturna y la permisividad del horario hostelero. Esa amalgama da lugar a aisladas propuestas de cierto interés y a mucha, mucha, mucha tontería. Ya sea vestido con el tradicional hábito de pastor protestante, ya sea con la vistosa trenza rastafari, el artista hace cola igual ante la ventanilla donde dan las subvenciones. Las vocaciones juveniles se trastocan en la solidez del operario cultural en cuanto el antiguo artista descubre sus dos talentos genuinos: el papeleo y el peloteo. Nada nuevo bajo el sol, que aquí siempre sale por el mar. Barcelona ha perdido muchas carreras por un patético trajín de despachos y la capacidad organizativa se basa en la industria del celofán. Cualquier día llaman a Christo para que nos envuelva a todos en tan bella y crujiente materia. Ésta ha sido, desde luego, una visión parcial. No diré interesada, porque para mí la ciudad ha perdido mucho de su interés. ¿Cuál era ese interés? En que hubo una época en que los dos parecíamos muy jóvenes”.


Obra de Arte, Joan Mayolas Grau, gran formato, acrílicos sobre canvas, colección privada.

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